Jovenes por siempre, Carmelitas de Corazón, Creciendo juntos. Ecuador en la Mitad del Mundo

jueves, diciembre 09, 2010

¡Necesitaba un abrazo!


Hace veinte años, yo manejaba un taxi para vivir. Lo hacía en el
turno de la noche y mi taxi se convirtió en un confesionario móvil.
Los pasajeros se subían, se sentaban atrás de mí en total anonimato,
y me contaban acerca de sus vidas. Encontré personas cuyas vidas me
asombraban, me ennoblecían, me hacían reír y me deprimían. Pero
ninguna me conmovió tanto como la mujer que recogí en una noche de
agosto.

Respondí a una llamada de unos pequeños edificios en una tranquila
parte de la ciudad. Asumí que recogería a algunos saliendo de una
fiesta o a un trabajador que tenía que llegar temprano a una fábrica
de la zona industrial de la ciudad. Cuando llegué a las 2:30 am el
edificio estaba oscuro excepto por una luz en la ventana del primer
piso. Aunque la situación se veía peligrosa, yo siempre iba hacia
la puerta. Este pasajero debe ser alguien que necesita de mi ayuda,
razoné para mí. Por lo tanto caminé hacia la puerta y toqué... "un
minuto" respondió una voz frágil. Pude escuchar que algo era
arrastrado a través del piso. Después de una larga pausa, la puerta
se abrió.

Una mujer pequeña de unos ochenta años se paró enfrente de mí.
Llevaba puesto un vestido floreado, y un sombrero con un velo, como
alguien de una película de los años 40"s. A su lado una pequeña
maleta de nylon. El departamento se veía como si nadie hubiera
vivido ahí durante muchos años. Todos los muebles estaban cubiertos
con sábanas, no había relojes en las paredes, ninguna baratija o
utensilio. En la esquina estaba una caja de cartón llena de fotos y
una vajilla de cristal.

La señora repetía su agradecimiento por mi gentileza.
- No es nada, -le dije-. Yo sólo intento tratar a mis pasajeros
de la forma que me gustaría que mi mamá fuera tratada.
- No, estoy segura de que es un buen hijo, -dijo ella-.

Cuando llegamos al taxi me dio una dirección, entonces preguntó:
- ¿Podría manejar a través del centro?
- Ese no es el camino corto, -le respondí rápidamente-.
- No importa, -dijo ella-. No tengo prisa, estoy camino del
asilo.

La miré por el espejo retrovisor, sus ojos estaban llorosos.
- No tengo familia, -continuó-, el doctor dice que no me queda
mucho tiempo de vida.

Tranquilamente estiré mi brazo y apagué el taxímetro.
- ¿Qué ruta le gustaría que tomará? -le pregunté-.

Por las siguientes dos horas manejé a través de la ciudad. Ella me
enseñó el edificio donde había trabajado como operadora de
elevadores. Manejé hacia el vecindario donde ella y su esposo
habían vivido cuando ellos eran recién casados. Ella me pidió que
nos detuviéramos enfrente de un almacén de muebles donde una vez
hubo un salón de baile, al que ella iba a bailar cuando era joven.
Otras veces me pidió que pasara lentamente enfrente de un edificio
en particular o una esquina; miraba en la oscuridad, y no decía
nada. Con el primer rayo de sol apareciéndose en el horizonte, ella
repentinamente dijo:
- Estoy cansada, vámonos ahora.

Manejé en silencio hacia la dirección que ella me había dado. Era
un edificio bajo, como una pequeña casa de convalecencia, con un
camino para autos que pasaba bajo un pórtico. Dos asistentes
vinieron hacia el taxi tan pronto como pudieron. Ellos debían haber
estado esperándola. Yo abrí la cajuela y dejé la pequeña maleta en
la puerta. La mujer estaba lista para sentarse en una silla de
ruedas.
- ¿Cuánto le debo?, -preguntó ella-, buscando en su bolsa.
- Nada, -le dije-.
- Tienes que vivir de algo, -respondió-.
- Habrá otros pasajeros, -le respondí-.

Casi sin pensarlo, me agaché y la abracé. Ella me sostuvo con
fuerza, y dijo:
- ¡Oh, necesitaba un abrazo!

Apreté su mano, entonces caminé hacia la luz de la mañana. Atrás de
mí una puerta se cerró, fue un sonido de una vida concluida. No
recogí a ningún pasajero en ese turno, manejé sin rumbo por el resto
del día. No podía hablar, ¿Qué habría pasado si a la mujer la
hubiese recogido un conductor malhumorado o alguno que estuviera
impaciente por terminar su turno?. ¿Qué habría pasado si me hubiera
rehusado a tomar la llamada, o hubiera tocado el claxon una vez, y
me hubiera ido?.

En una vista rápida, no creo que haya hecho algo más importante en
mi vida. Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas están
llenas de grandes momentos, pero los grandes momentos son los que
nos atrapan bellamente desprevenidos, en los que otras personas
pensarán que sólo son pequeños momentos.

Las personas tal vez no recuerden exactamente lo que tú hiciste o lo
que tú dijiste... pero siempre recordarán cómo los hiciste sentir.

"Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no
soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si
tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo
conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero
me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo
que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas,
pero no tengo amor, nada gano con eso. El amor es paciente, es
bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No
se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no
guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se
regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue, mientras que el
don de profecía cesará, el de lenguas será silenciado y el de
conocimiento desaparecerá". 1 Corintios 13:1-8

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