Jovenes por siempre, Carmelitas de Corazón, Creciendo juntos. Ecuador en la Mitad del Mundo

viernes, diciembre 24, 2010

Mensaje de Navidad


Faltaba una semana para la Navidad y la asociación de mujeres de la
iglesia había proyectado una fiesta de Navidad en el asilo de
ancianos. En mi calidad de secretaria, tuve que telefonear a todas
las asociadas para pedirles que prepararan algún plato y fueran a
atender personalmente a los ancianos. La mayoría contestaba que
encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para
asistir a la fiesta. Me molestó constatar que tan solo ocho de
treinta y cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar y teníamos
que servir a casi doscientos ancianos.

Las pocas señoras que se habían comprometido a ayudar colocaban los
adornos de Navidad, organizaban las sillas y realizaban los diversos
trabajos necesarios para poner en marcha la fiesta. Gladys, la
presidenta de la asociación, ya se encontraba tras la larga mesa en
la que cada una iba dejando su torta, preparando el ponche y
cortando los pasteles. Me acerqué a ella y le dije:
- ¡Qué lástima! Habría deseado que más señoras hubieran querido
ayudar. ¿Por dónde quieres que empiece?

La cálida sonrisa de Gladys casi borró mi resentimiento:
- Puedes ayudar llevándole la merienda a los ancianos que no
pueden salir de su cuarto.
- Cómo no, dije agarrando una bandeja. ¡Será mejor que comience
pronto, pues voy a tardar un siglo en servirles a todos!

Empezó la música y no sé quién se puso a cantar villancicos con los
ancianos, que estaban todos reunidos en el inmenso patio del
establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar ni disfrutar las
canciones. Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro, llevando
pasteles y ponche, sin mirar casi ni de reojo a los ancianos que
servía. A cada uno le daba además una bolsa de caramelos y un
regalo.

Recorrí todas las alas del edificio, me dolían las piernas de subir
las escaleras. Una de las tantas veces que subí, una viejita que
llevaba un vestido estampado, rasgado y desteñido me tocó el brazo y
me dijo tímidamente:
- Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?
Me volví hacia ella irritada y repliqué:
- ¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le tocó uno de hombre?
- No, no... dijo vacilante. Es que me tocaron perlas. Las
perlas representan lágrimas y yo ya no quiero más lágrimas.

Pensé: ¡Qué superstición más tonta! ¡Hay que ver cómo está el mundo!
¡Deberían agradecer cualquier cosa que les dieran!
- Lo siento. Ahora estoy muy atareada. A lo mejor después se lo
puedo cambiar.

Me fui corriendo para llenar otra vez la bandeja y me olvidé al
instante de la señora.

Con la bandeja llena de tortas llegué corriendo a la sección de
mujeres, en la planta baja. Abrí la puerta del cuarto apoyándome de
espaldas y una vez dentro, di la vuelta; cuando vi lo que había
allí, me estremecí de tal modo que la bandeja me empezó a temblar en
mis manos. ¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada en un
camastro de sábanas grises y con un camisón raído, estaba mi madre!
¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá está muerta! y de estar viva, no se
encontraría en un lugar así. Se trataba de un asilo para ancianos
sin familia, gente pobre y enferma que no tenía donde estar ni quien
la cuidara.

No podía ser; los ojos me estaban haciendo una jugarreta. Cuando
volví a abrirlos pude ver mejor a la mujer demacrada que ocupaba el
cuarto. No era mi madre, sino una viejita de cabello gris y ojos
azules, que ni se parecía mucho a ella. ¿Qué me habría pasado que
pensé que esa pobre mujer era mi madre? Sería la madre de otro, no
la mía. Entonces, ¿por qué no me sentí aliviada? Todo lo contrario,
me embargó un dolor inmenso y se me hizo un nudo en la garganta.

Sin pronunciar palabra, volví a salir justo a tiempo para que no me
viera llorar. Por el oscuro pasillo retorné a la mesa en la que se
encontraba Gladys trabajando, muy animada. Se me debía de notar lo
mal que me sentía, porque su expresión cambió en cuanto me vio y me
dijo:
- ¿Qué te pasa, Betty? me preguntó, rodeándome con el brazo.
- Es que vi a mi madre... dije sollozando. ¡Acabo de ver a mi
madre allí en un cuarto! No puedo seguir.
- Lo que te pasa es que estás agotada. Tómate un descanso.

Varias personas que se encontraban por allí cerca empezaron a
mirarme. Agarré una servilleta y me fui corriendo para que no me
vieran llorar. Me dirigí a un rincón de la sala donde no había luz
y me senté sollozando:
- Señor, recé, ¿qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loca?, y casi al
instante oí su respuesta, que no me llegó con palabras audibles sino
en mis pensamientos: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de
comer a los pobres... y no tengo amor, de nada me sirve.»
.

Caí en la cuenta de que esas palabras iban sin duda alguna dirigidas
a mí. Ese día yo había preparado tortas, caminado kilómetros,
llevado comida a muchas personas, pero, ¿para qué? ¿A quién había
estado sirviendo? ¿A quién había tratado con cariño? ¡Ni siquiera
me había molestado en mirar a nadie! Los ancianos no significaban
nada para mí, ni veía sus rostros... hasta que vi en alguien que
sufría el rostro amado de mi madre. Entonces cobraron vida para mí
los ancianos:
- Perdóname, Señor dije en voz baja. Lo he hecho todo al revés.
Tengo que volver a empezar.

Respiré profundamente, me enjugué las lágrimas y volví a la mesa de
los pasteles. Gladys me miró desde donde estaba ocupada y me dijo:
- Ya has hecho bastante por hoy, Betty. ¿Por qué no te vas a casa
a descansar?
- No me pidas que me vaya le respondí. En realidad, recién voy a
empezar como debe ser.

Cuando estaba a punto de irme cargando otra bandeja, de pronto me
acordé:
- Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo que cambiar uno.

Ella me pasó una cajita que contenía un broche de piedras rojas con
forma de corazón:
- Gracias, es ideal le dije, agarrándola y alejándome deprisa
hacia el patio.

Haz que encuentre a esa mujer, oré para mis adentros. Ni me había
molestado en mirarle la cara. Había estado demasiado ocupada para
prestarle alguna atención. Busqué entre todos los ancianos, de fila
en fila. A todos se les veía contentos, cantando villancicos
mientras resonaba la música. Por primera vez en todo el día, empecé
a sentirme feliz. Entonces vi el andrajoso vestido estampado. La
señora estaba sentada contra la pared, sola, teniendo en su regazo
los caramelos sin desenvolver y las perlas. Se veía muy triste y
desdichada. Me acerqué corriendo y le hablé:
- La he buscado por todas partes. Tome, le traje un regalo
diferente.

Alzó la vista sorprendida y luego, casi como quien pide perdón,
agarró la caja y la abrió. Los ojos se le iluminaron y sonrió de
oreja a oreja encantada:
- Muchas gracias, señorita exclamó, es muy bonito.

De nuevo se me hizo un nudo en la garganta, pero esta vez no me
importó:
- Deje que se lo coloque le dije. Y deme esas perlas, que
ninguna falta nos hacen las lágrimas en Navidad.

Cuando me fui, la dejé cantando en el patio con los demás y me dio
la impresión de que se me quitaba un peso tremendo de encima. Sólo
me quedaba una cosa por hacer antes del fin de la fiesta: volver al
cuarto de la sección de mujeres, en la planta baja. De alguna
forma tenía que darle las gracias a aquella anciana, pero no sabía
cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré a la señora sentada en
la cama, comiéndose la torta y cuando entré sonrió:
- Feliz Navidad mamita, le dije.
- ¡Qué bueno que haya vuelto me contestó! Quería darles las
gracias a todas las señoras por venir y hacernos la fiesta. Me
gustaría hacerle un regalo, pero no tengo nada que le pueda dar.
¿Le puedo cantar una canción?

Ya no me podía contener más y asentí con la cabeza. Me senté en la
cama mientras ella me interpretó, con voz chillona, tres estrofas de
una canción muy triste que jamás había escuchado en mi vida. Pero
el resplandor de sus ojos pudo más que la letra y dejó en mí bien
claro el mensaje de la Navidad:
¡Compartir con los demás!

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