En la época navideña se asocia la alegría a fiestas y
ofertas. Luces de múltiples colores, espectáculos pirotécnicos, árboles
de Navidad, el marketing empresarial con las noches y días de
compras donde se muestran cientos de productos a precios aparentemente
bajos, el consumo sin freno, cenas, regalos, etc. anuncian la fecha.
Pero ese tipo de alegría y celebraciones no solo suelen estar muy lejos
del motivo primordial que revela el acontecimiento de la Navidad, sino
que muchas veces lo ocultan, a tal grado que podemos olvidar o ignorar
el sentido hondo de estas fiestas. Esto pasa con frecuencia y no parece
que estemos haciendo algo significativo para revertirlo.
En este tema, como en otros sustanciales a la fe
cristiana, se hace necesario volver a las fuentes. En el Evangelio de
Lucas se habla de un mensajero de Dios (un ángel) que proclama la razón
central de esta celebración. Bueno es recordarla con fuerza y pasión: “No
tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una buena noticia, que será
motivo de mucha alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David,
ha nacido para ustedes un Salvador, el Mesías, el Señor. Miren cómo lo
reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y
acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12).
El teólogo José Antonio Pagola, al comentar este
pasaje bíblico, hace, al menos, tres consideraciones fundamentales.
Primero, sostiene que en él se relata un acontecimiento popular (una
alegría para todo el pueblo). Son unos pastores pobres, considerados en
la sociedad judía como gente poco honrada, marginados por muchos como
pecadores, los únicos que están despiertos para escuchar la noticia.
Segundo, la buena nueva, causa de gran alegría, es que Dios ha entrado
en nuestra vida; con Él podemos caminar hacia la superación de todo lo
que nos deshumaniza y, por tanto, es posible vivir con esperanza. Dios
comparte nuestra existencia, ya no estamos perdidos en nuestra inmensa
soledad, ya no somos solitarios, sino solidarios. Él está con nosotros,
nace para vivir Él mismo nuestra aventura humana.
Tercero, el cristiano no es un dios descarnado,
lejano e inaccesible. Es Dios encarnado, próximo, cercano. Un Dios que
contrasta con nuestros esquemas y moldes de pensamiento porque nosotros
lo imaginamos fuerte y poderoso y Él se nos ofrece en la fragilidad de
un niño débil, nacido en un pesebre (con sencillez y pobreza). Lo
colocamos casi siempre en lo extraordinario y sorprendente, pero Él se
nos presenta en lo cotidiano, en lo normal y ordinario. Lo imaginamos
grande y lejano, y Él se nos hace pequeño y cercano. En suma, la
Navidad, según Pagola, nos recuerda que la presencia de Dios no responde
siempre a nuestras expectativas, pues se nos ofrece donde nosotros
menos esperamos. No lo esperamos, por ejemplo, en cualquier ser
indefenso y débil que necesita de nuestra acogida y hospitalidad.
En El Salvador, hay un lugar emblemático donde podemos encontrarlo en todo momento. Se trata del Hospital Divina Providencia,
donde se atiende a enfermos de cáncer terminal. Este lugar es simbólico
al menos por dos razones. En primer lugar, porque es un lugar fundado
para que la esperanza de los enfermos pobres no se destruya; para que
sus miedos e inseguridades no se pudran por dentro; para que sienta la
cálida acogida del que es respetado en su dignidad personal; para
acompañar en el itinerario que lleva a la muerte. Esto es, precisamente,
lo que hacen las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa de Jesús
y el personal médico y paramédico de este centro que ofrece el calor de
una compañía. Un hospital que funciona gracias a la Providencia que se
hace presente en la solidaridad ciudadana. Ahora mismo, la radio de la
UCA (YSUCA) ha lanzado una campaña de ayuda denominada “Solidaridad en Navidad”,
para abastecer al Hospital de alimentos, sábanas, utensilios de
limpieza y recursos económicos. Toda ayuda nunca estará de más para un
centro que sirve a los más pobres y subsiste por la Providencia
solidaria.
Pero este “hospitalito” -como se le conoce
popularmente- es también lugar de martirio. Allí vivió monseñor Óscar
Romero durante sus tres años como arzobispo. Campesinos, obreros,
estudiantes, políticos, militares y figuras públicas lo visitaban en su
pequeño apartamento, ubicado en la entrada del Hospital, para contarle
sus penas, pedirle u ofrecerle ayuda, solicitar sus consejos, darle
información. Según cuenta la hermana Luz Isabel Cueva, monseñor solía
decir que su oficina estaba en el Seminario San José de la Montaña y que
el Hospital era su Betania. Recordemos, de paso, que Betania representó
para Jesús no solo un lugar geográfico, sino, ante todo, el lugar de
hospitalidad, de encuentro con sus amigas Marta y María, y su amigo,
Lázaro. Allí, Jesús experimentó el buen trato, la cordialidad y el
diálogo franco. Similares cosas vivió monseñor en esta comunidad formada
por enfermos y religiosas, y por eso la consideraba su Betania.
El hospitalito resultó también ser su Gólgota, esto
es, el lugar de su martirio. El 24 de marzo de 1980, el arzobispo
profeta fue asesinado cuando oficiaba la misa en la capilla del lugar.
La presencia de ese Dios que ha querido encarnarse en lo humano, pues,
se descubre hoy en los rostros humillados de tantos hombres y mujeres
empobrecidos, enfermos, desempleados, migrantes, excluidos en razón de
su sexo, raza o situación económica. Se descubre en el testimonio de los
mártires que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega
de su vida. En definitiva, la Navidad nos recuerda que Dios no está en
contra ni al margen de nosotros, sino que se ha hecho solidario con
nosotros para abrirnos un camino que nos lleve a constituirnos como
familia humana animada por el amor. Y eso debe causarnos esperanza y una
alegría grande.
Carlos Ayala Ramírez
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