En mi niñez, en el jardín de infantes, en Belo
Horizonte, nuestras tareas consistían en soñar, imaginar, colorear,
diseñar y modelar en barro figuras extrañas, apilar cubos de madera que,
sobrepuestos, se transformaban en casas, puentes, edificios y
castillos; en línea recta se convertían en carreteras, líneas férreas y
carrozas; y, puestos en círculos, plazas circenses, represas o lagos.
Esa mezcla de tacto, visión e imaginación organizaba
mi mundo interior. Bastaban unos pocos pertrechos para que mis
sentimientos encontraran expresión en los objetos manipulados o en las
líneas de mis diseños. Al hacerlo adquiría una cierta distancia
relacional: los pájaros hablan idiomas que sólo ellos entienden; los
dragones, brujas y duendes que llenaban mi imaginario no eran personas
como mis padres, ni cosas como los bloques de las carreteras, sino
entidades espirituales, como Dios y los ángeles, con los que mantenía
relaciones de temor, reverencia y fascinación.
Lo mejor de la infancia es el misterio. Llena al niño
de una fuerza imponderable, superior a todas las realidades sensibles.
El misterio seduce y, tejido de encantos, asusta o atrae al no mostrar
el rostro ni pronunciar su nombre propio. Habita aquella zona de la
imaginación infantil tan inexpugnable cuanto impronunciable. En ella las
conexiones rompen límites y barreras, lo inconsciente se sobrepone a lo
consciente, lo sobrenatural se confunde con lo natural, lo divino
permea lo humano, y lo insólito, como dragones y piratas, es de una
concretez que sólo la ceguera de los adultos es incapaz de comprender.
Los adultos deben mantenerse a distancia cuando el
niño se encuentra sumergido en su universo onírico. Él sabe que carga
consigo un tesoro de percepciones que los ojos extraños no pueden
descubrir. Recogido en un rincón, tumbado en su cama o saltando en
compañía de sus iguales, deja fluir los seres virtuales que habitan su
espíritu y con quienes establece un diálogo íntimo, libre de las
ataduras de tiempo y espacio. Todo fluye dentro de él gracias a la
ausencia de gravedad que le caracteriza.
Si un adulto interfiere se rompe el encanto. Todo se
vuelve pesadamente aritmético, como si el ave, aprisionada en el suelo,
quedase impedida incluso de soñar con el vuelo, reducida a los limitados
movimientos de sus pasos.
Por tanta familiaridad con el misterio los niños son
naturalmente religiosos, como si la naturaleza supiera quien se
encuentra biológicamente más próximo a la fuente de la vida de
percepciones holísticas contenidas en la vitalidad de las células, en la
mecánica de las moléculas, en la identidad cuántica de los átomos,
donde la materia y la energía son solamente caras de una única realidad.
Privar a un niño de sumergirse en el misterio es
amputarle la infancia. Es mutilar su ser, abortando al niño para
apresar, de forma cruel, la irrupción irreversible del adulto.
A la sonrisa le sucede la experiencia amarga de quien
ya no logra mirar la vida como maravilla, dentro y fuera de sí. Aflora
la inseguridad, denunciando carencias y haciéndolas vulnerables a los
sueños químicos de las drogas, ya que lo mejor de la infancia fue
destruido: sentirse un ser amado.
Frei Betto
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