PEDRO
de Luk Recia, el El Domingo, 30 de Septiembre de 2012 a la(s) 20:31 ·
Dice su hermana Mariana que tal vez al presentir su partida, Pedro
Landázuri le pidió a María, su esposa, que para el funeral lo vistieran
con la ropa más humilde que tenía. De esa manera, sus escasas
pertenencias podrían servir mejor a otras personas que tal vez las
necesitaran más que él.
El relato de este simple suceso me hace recordar cómo era Pedro: un
hombre sereno, sin pretensiones ni exhibicionismos. Sin dramas
innecesarios. Un hombre generoso y tranquilo que pasó por la vida tal
vez ignorando la propia grandeza de su alma que se transparentaba tan
bien hacia quienes tuvimos la suerte de compartir una amistad con él.
La noticia de su muerte, como suele suceder, fue dolorosa por lo
inesperada, por el sentimiento de pérdida, por la certeza cruel de no
encontrarnos nunca más, al menos en esta vida. Y sin embargo, cuando se
me aparece por los vericuetos de la memoria, miro a mi amigo Pedro con
su serenidad de siempre, con aquella tranquilidad de espíritu en la que
nunca se exhibieron innecesariamente ni su inmensa cultura, ni su
sabiduría, ni su inconmensurable generosidad, ni siquiera su bella voz
de tenor. Todas estas virtudes aparecían solamente cuando hacían falta
para aclarar algún punto que alguien ignoraba, para sostener la duda o
la angustia ajena, para llenar algún vacío de otra persona o para
deleitar -uno más en el coro, jamás la 'estrella' - a los demás con el
arte de su canto.
Compartimos tiempo, paseos, risas, conversaciones, el inmenso
placer del canto coral... ese hermoso entramado que llamamos amistad y
que se queda de golpe huérfano de calor cuando alguno se adelanta en el
ineludible viaje definitivo. Los adioses siempre desgarran. Pero a ese
desgarramiento se sobrepone la enorme gratitud de haber conocido a un
ser de luz como él fue. Pedro Landázuri Camacho. Un hombre bueno, como
diría don Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra. Un ser
luminoso. Una de las últimas imágenes que me visita insistentemente en
estos días es aquel gesto entre tímido y dulce de buscarse unos
caramelos en el bolsillo para celebrar que acababa de conocer a mi hija
Anita ofreciéndoselos. Y su sonrisa. Y aquella bendición de haber sido
su amiga que no me la quita ni la muerte, mucho menos el olvido. Y
cuando la tristeza por su ausencia se vaya diluyendo, de seguro
continuaré recordando con ternura y gratitud la
luminosidad de su sonrisa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario