Nací en 1976. No tengo, pues, experiencia directa del Concilio Vaticano II. Como, por otro lado, la gran mayoría de los fieles católicos del mundo. No sentí la emoción por la procesión de las antorchas, el «Discurso de la Luna» o el «Pacto de las Catacumbas», aunque mucho he leído, y escuchado, de boca de algunos de sus protagonistas, y de mis padres, que vivieron con ilusión y esperanza lo que muchos denominaron «primavera de la Iglesia».
Crecí en una parroquia de barrio obrero en Getafe, cuando era impensable ver a un sacerdote con alzacuellos o sotana. Las misas siempre fueron en castellano, con el cura de frente al pueblo, sin hisopos exagerados ni paseos con el Evangelio en alzas. Sin ancianas con artrosis y las rodillas destrozadas de tanto agacharse y levantarse. Las misas eran participativas, incluso en alguna ocasión se nos cedía el puesto a los jóvenes para «hacer la homilía». Los consejos pastorales funcionaban, cantábamos en el coro la Misa campesina, el Alegre la mañana, el Pescador de hombres o el Alabaré.
Vivíamos de lleno en la parroquia, que a muchos salvó de caer en las drogas o en el alcohol. Los grupos de jóvenes, desde catequesis a postconfirmación, estaban repletos, y monitores y catequistas eran laicos de todas las edades, hombres y mujeres, que colaboraban con los sacerdotes en el día a día. La parroquia no era propiedad de los curas, sino de la comunidad. Íbamos de campamento, peregrinábamos a Lourdes o Santiago, descubríamos la fe, el compartir, la sexualidad -¿por qué no hablar de sexo en una iglesia?-, la maravilla de perdonar y ser perdonado, el trabajo por los demás (ancianos, drogadictos, pobres, presos, inmigrantes…), la sensación de que Jesús nos amaba y estaba entre nosotros, en cada uno de nosotros.
Pertenezco a una generación que vive su pertenencia a la Iglesia en cuesta abajo. Muchos de los que en estos días hablan del Concilio y de la «restauración» lo hacen desde la esperanza y la fuerza que otorga haber vivido en una Iglesia apegada a Trento y olvidada de la sociedad, y haber disfrutado otra Iglesia -la misma, en realidad- más abierta, más cercana, más solidaria, menos «friki». Y por eso luchan, sueñan y continúan trabajando. Han visto que era posible. Han vivido un camino en sierra, y saben que hay cotas de libertad, y descensos a los abismos, y por ello confían en que el Espíritu volverá a dar la vuelta. Les admiro por ello.
Mi generación, en cambio, sólo ha vivido en tiempo de recortes. Se acabaron las confesiones comunitarias, los curas que se manchaban las manos. Regresaron (nunca los habíamos visto) los alzacuellos, la liturgia eterna, los rituales, el aburrimiento. Se acabó la corresponsabilidad real, la toma de decisiones en común, las canciones alegres, los discursos encendidos.
Nos cuentan los libros, y los testigos, y los medios, que el Concilio supuso un antes y un después en la historia de la Iglesia, y los que no vivimos el «antes» tal vez no sepamos valorar qué supuso ese «después». Porque nos lo arrebataron. Poco a poco, como si no fuera nuestro. Y nos quedamos anestesiados, pensando, como Bertold Brecht, que el peligro nunca llegaría a nosotros. Hasta que acabó por llegar. Y no hicimos nada, sino retirarnos y quedarnos con las amistades, la fe compartida y buenos recuerdos.
No sé si nos robaron el Concilio. Ni siquiera si era nuestro. Lo que sí sé es que, después de 36 años, mis amigos crecieron, se desarrollaron y se convirtieron en personas estupendas, equilibradas, sensatas y comprometidas, en buena medida gracias a la vida, y a los valores, ofrecidos en aquella parroquia. Y que, en su gran mayoría, dejaron de ir a misa, bautizar a sus hijos o participar en alguna actividad parroquial. A veces nos juntamos a rezar, y nos sentimos -porque también lo hemos leído- como aquellos que oraban en las Catacumbas en memoria del Resucitado, del dador de Vida.
Y, sin embargo, algunos, seguimos luchando. No somos «progresaurios», sino probablemente demasiado jóvenes para perder definitivamente la esperanza. Aunque los años nos hayan demostrado que la tendencia continúa siendo hacia abajo. Hace unos meses regresé a la que fue mi parroquia hasta que me mudé de población. El inmenso Cristo de madera era el mismo de siempre. Era lo único que no había cambiado.
Jesús Bastante
No hay comentarios.:
Publicar un comentario