El Evangelio de Jesús con Magdalena indica el
fundamento principal de nuestra conversión, de nuestra liberación y paz.
El fundamento está en creer que la actitud principal y esencial está en
creer en el amor de Dios por nosotros. Esa fue la fe de esta mujer
pecadora. Y obtuvo una respuesta de Jesús: “Te quedan perdonados tus pecados… Tu fe te ha salvado; vete en paz”. La Magdalena tiene una profunda convicción: “Dios me ama.. Dios me amó primero”.
Esta convicción, a pesar de sus pecados, a pesar de los prejuicios y
discriminación del contorno social sobre su condición, la hace vencer,
también con amor, todo obstáculo, y poder llegar y acercarse
confiadamente, buscando, con un arrepentimiento, lleno de amor por
Jesús, el perdón de sus pecados.
La actitud del fariseo Simón, contrasta con la
actitud de Jesús. Tanto la actitud de Simón como la de Jesús, nos
muestran dos tipos de relaciones muy distintas de espiritualidad con
respecto a Dios.
Simón encarna la espiritualidad desde arriba, la del “cumplir” preceptos, la del acumular méritos personales; se trata de una espiritualidad “legalista y de perfeccionismo”,
que confía más en su esfuerzo personal que en el amor gratuito de Dios.
Esto todavía existe en ciertos movimientos de espiritualidad, centrados
en sí mismos en el cumplimientos de sus prácticas, “cumpliendo y acumulando” con sus devociones y prácticas piadosas un “capital de gracia” que poco o nada “chorrea”
de amor a sus hermanos externos a los grupos del movimiento; se vive
una religión individualista y más bien privada para sus integrantes.
Por otro lado está la actitud espiritual de la
Magdalena que Jesús favorece y hace suya. Para la Magdalena lo principal
era el amor a Jesús, el Señor. Ese amor la lleva a la conversión. Ella
está convencida que su amor a Jesús y el amor de Jesús a ella cubriría
la multitud de sus pecados. Tenía un corazón y alma de pobre: era una
necesitada de Jesús. Tenía hambre y sed del amor y del perdón salvador
de Jesús. Ella a su vez amaba a Jesús. Ese amor de pobreza de espíritu
la impulsa a vencer cualquier obstáculo y discriminación por su
condición de pecadora. Esa fuerza la hace acercarse a Jesús, rompiendo
cualquier barrera y confiando más en la fuerza de su amor que en la
discriminación sufrida a causa de sus pecados que reconocía, y que
tendían a alejarla. Es “la espiritualidad desde abajo”, desde
el fondo de su pecado y miseria humana reconocida con humildad, ella que
amaba a Jesús, confiaba que sus brazos, cual ascensor para ella, la
subirían y la sacarían de su fango.
Jesús, el Maestro, enseña a través del episodio de la
Magdalena, una espiritualidad cristiana. Lo principal es nuestro amor y
nuestra entrega confiada a él. Este amor y entrega nuestra a él nos
hace olvidarnos de nosotros mismos, aun de nuestros pecados. Lo que a
Jesús le interesa es la entrega nuestra y nuestro abandono de nosotros
mismos, poniendo toda nuestra vida en él y en los demás. No le interesa
un recuerdo de nuestros pecados, defectos, debilidades y limitaciones:
lo más importante es la entrega y el amor nuestro a él y a nuestros
hermanos. Por eso, comparando el amor de Magdalena y el fariseo, le dice
a éste: “Por esto te digo, que su mucho amor demuestra que sus muchos pecados son perdonados”.
Lo que quiere Jesús es que el cristiano vaya desde abajo, ascendiendo,
de su amor a la conversión y también al cumplimiento con una mística de
amor entregado y comprometido. Y esto es más importante que cualquiera
otra espiritualidad fría sin amor, cumplida por cumplir.
Ahora, “la espiritualidad desde abajo” de Magdalena es fruto de una convicción: “Dios me ama”. Su amor por mí es el que sube y mejora mi vida, postrada y tirada “a la vera del camino”.
La espiritualidad cristiana no es tanto nuestro esfuerzo por buscar a
Dios, como creer y aceptar que Dios nos busca y nos ama, a pesar de
nuestros pecados. Él es el Dios de lo imposible. Su amor es la victoria
que vence al pecado de la humanidad caída: “El amor consiste en
esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a
nosotros y envió a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados… Así
hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor… Nosotros
amamos a Dios porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 10. 16. 19.). No se trata tanto de esfuerzos y méritos personales. Dios se acercó, se abajó, “no consideró indigno hacerse uno de nosotros”.
Nació pobre en una pesebrera, y desde allí, desde abajo, comenzó su
trabajo lleno de amor por nosotros; se hizo pobre con los pobres, hasta
abajarse tanto por amor, que lo llevó a ser “un varón de dolores, ante quien se vuelve el rostro”;
se abajó a la manera de un condenado a muerte, cargando con la Cruz de
nuestra miseria humana, y desde esa sufrida situación se despoja de todo
hasta de su propia vida: “No hay amor más grande que dar la vida por los que se ama”.
Y lo que para los criterios humanos es un fracaso, para los criterios
de Dios es una victoria. Desde un Dios que se hizo un hombre, que se
abajó por amor. Desde abajo, desde una condición de despojo, Jesús
obtuvo la victoria que vence al mundo. Y desde un sepulcro en tierra
surge la vida y la resurrección, que nos da, desde una vida nuestra
débil, frágil y pecadora, una vida que sube hasta la vida eterna.
De este amor, de un Dios que nos ama, haciéndose un
hombre, es que Magdalena estaba convencida. Esto la hizo acercarse a
Jesús, la hizo ser fiel en su seguimiento del Señor dejando atrás sus
faltas y temores, que se convierten en obstáculos que vencer. La raíz de
su liberación está en la confianza en un Dios que la ama. Ese amor de
Jesús, la llevó a un amor suyo, que la convirtió en la primera mujer
apóstol, haciéndola salir desde abajo, desde su pecado, y desde el
sepulcro abierto y vacío, desde la aparición del Resucitado a ella,
repito, es la primera mujer apóstol: Jesús Resucitado “al amanecer
del primer día de la semana, apareció primero a María Magdalena… Jesús
le dijo… anda y diles a mis hermanos, que subo a donde está mi Padre y
Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes. Entonces María Magdalena
fue a anunciar a los discípulos: ‘He visto al Señor y me ha dicho tales y
tales cosas’” (Mc 16, 9; Jn 20, 17 – 18).
Así como la Magdalena, el pecado que hay en nosotros
debe convertirse en un salto de fe en el amor de Jesús. Jesús nos dice:
Ámame como tú eres. No esperes hacer méritos y esfuerzos meramente
personales, porque así no me amarías nunca.
Ante Dios, hay que aceptarse y presentarse como uno es, con todas nuestras fallas, y esperarlo todo de Dios.
La santidad cristiana no consiste o no está en tal o
cual práctica de piedad, ni tampoco en la falta de defectos y pecados.
La santidad se fundamenta en una actitud del corazón que nos hace pobres
de espíritu, humildes, desde abajo, mostrando a Dios nuestra pequeñez y
confianza en su amor: “En lo pequeño Dios se manifiesta grande”.
“El Señor hizo en mí maravillas porque se fijó en la pequeñez de su sierva”. Amén.
Eugenio Pizarro Poblete
No hay comentarios.:
Publicar un comentario